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La crítica literaria frente a la adulación
- Publicado por ALECLI Academia
(A José Carvajal, por ser un buen crítico)
Vivimos en una sociedad que desprecia la crítica y exalta la adulación. Se idolatra a los aduladores y se crucifica a los críticos, y como nadie quiere ser crucificado, pocos se atreven a ejercer la crítica. En consecuencia, la mayoría prefiere adular.
En el ámbito literario, esta realidad es aún más evidente. Los escritores, al enfrentarse a una crítica sobre su obra, convierten al crítico en enemigo, y en algunos casos, los escritores hasta amenazan con llevar a los críticos ante los tribunales. ¡Qué barbaridad! Esta tendencia parece formar parte de nuestra idiosincrasia.
El Dr. Francisco Moscoso Puello, en la número 5 de sus famosas Cartas a Evelina, ya advertía: «¿Quiere usted que le hable un poco de la literatura nacional? Antes de que haga la observación, le declaro que no me ocuparé de ningún literato que viva; estos juicios son peligrosos en esta tierra en donde los poetas llevan consigo revólveres, y donde todos, con excepción de su servidor y de algunos de sus amigos, casi comemos gente».
La afirmación de Moscoso Puello podría parecer humorística si no fuese tan dolorosamente cierta. Ese es nuestro mal: el desprecio por la crítica. Los escritores que la temen, en el fondo, sospechan que sus obras carecen de mérito. Si confiaran en la calidad de sus creaciones, no les afectaría la crítica. Las obras valiosas resisten las tormentas críticas, pero quienes producen textos sin sustancia se sienten vulnerables.
Cuando alguien condena los escritos de estos escribidores, se enfurecen; cuando alguien los adulula, se muestran complacidos. Los más honestos, a veces admiten que los elogios son inmerecidos; otros, menos sinceros y más ignorantes, creen que los halagos confirman la calidad de sus obras, cuando lo cierto es que, si una obra es mala, por más que un millón de imbéciles vociferen al unísono que es genial, igual seguirá siendo mala.
Algunos defienden la idea de que el elogio incentiva el talento. Sin embargo, esta afirmación es cuestionable. El exceso de aprobación puede inhibir la creatividad. La crítica, por el contrario, actúa como una prueba de fuego. Una obra debe enfrentar todo tipo de objeciones; si, después de ser sometida a rigurosos cuestionamientos, sobrevive, entonces podría ser que tenga algo de valor.
Lamentablemente, en nuestro país se utiliza la excusa de «incentivar el talento» para perpetuar la mediocridad. ¿Qué hace un intelectual como Bruno Rosario Candelier elogiando disparates como Setenta sonetos al hijo del hombre, que carecen de cualquier mérito literario? Nuestra literatura ha perdido su Carta de navegación.
La adulación no siempre proviene de la ignorancia; muchas veces, el adulador reconoce la pobreza de una obra, pero halaga al autor para obtener algún tipo de favor. Esta situación remite a una fábula de Tomás de Iriarte, en la que un oso pide la opinión de una mona experta sobre su baile. La mona lo critica duramente, pero el oso se niega a aceptar su juicio. En cambio, un cerdo —metáfora de los aduladores— lo halaga, provocando la reflexión del oso: «Cuando me desaprobaba la mona, llegué a dudar; mas ya que el cerdo me alaba, muy mal debo de bailar». La moraleja es clara: «Guarde para su regalo esta sentencia el autor: si el sabio no aprueba, ¡malo!; si el necio aplaude, ¡peor!». Y el Ilustrado termina su fábula con esta nota a modo de posdata: «Nunca una obra se acredita tanto de mala, como cuando la aplauden los necios».
En nuestro entorno, los escritores se destruyen entre sí con puras adulaciones. Lectores y escritores han perdido el sentido crítico, ignorando el bien que la crítica le hace al arte. No trascienden porque no mejoran. No mejoran porque creen que no tienen nada que mejorar, gracias a que sus amigos les han vendido la idea de que son genios. Algunos incluso compran elogios, mientras demonizan a los críticos. De esta manera, nuestra literatura no puede avanzar. Por eso, cuando me preguntaron en una entrevista que, dicho sea de paso, nunca fue publicada: «¿Cómo ves el futuro de la literatura dominicana?». Respondí: «¿Qué futuro? Yo no veo ningún futuro». Y luego concluí: «El futuro de la literatura dominicana está n el pasado… En Salomé, en Penson, en Pedro, en Mieses Burgos…».
Afortunadamente, hoy contamos con figuras como José Carvajal, Diógenes Céspedes y hasta hace poco Federico H. Grateraux, quienes han resistido la tentación de adular. Sin ellos, sería difícil hablar de crítica literaria en la República Dominicana. Lo que abunda, en cambio, es una legión de aduladores, espíritus mediocres que buscan favores a través del servilismo.
La adulación, señala Ingenieros, es una injusticia. Engaña. Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una especie de benevolencia vulgar o por el deseo de agradar a cualquier precio. Racine, en Fedra, lo creyó un castigo divino:
«Détéstables flatteurs, présent le plus funeste
que puisse faire aux rois la colère céleste».*
Los vanidosos se dejan seducir por aduladores que alimentan su ego. Pierden así toda capacidad para juzgar sus actos y los de los demás. Como advierte Ingenieros, la adulación de los serviles lleva a cometer ignominias. En palabras de La Bruyère, citadas por Ingenieros: «El hombre excelente no puede adular».
Además, el que ama la adulación ignora que, como Plutarco muestra en un breve libro dirigido a su amigo Antíoco Filópapo, la auténtica amistad busca el crecimiento del intelecto y las virtudes morales, y no teme el enojo de quien, siendo igualmente un amigo inteligente, habrá de comprender y procesar en algún momento que nuestro disentimiento es genuinamente motivado.
Estos principios deberían guiar el quehacer literario, no solo de Rep. Dom., sino del mundo. La crítica, lejos de ser algo malo, es un acto de respeto por el arte. Si aspiramos a desarrollar una literatura sólida, pura y trascendente, debemos abandonar la adulación y abrazar la crítica como una herramienta indispensable para el desarrollo. Nicanor Parra escribió que «el poeta está ahí, para que el árbol no crezca torcido», sin embargo, a mí me gustaría sustituir aquí la palabra poeta por «crítico», y árbol por «escritor». Sí, el crítico está ahí para que el escritor no crezca…
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*Detestables aduladores, presente el más funesto
que pueda hacer a los reyes la cólera celeste.
Notas inoportunas: En defensa del buen soneto
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En la primera parte de estas notas inoportunas, dije que hablaría de Juan Antonio Espinal (Josián), y de Ricardo González Quiñones, a quienes Pedro Aguilera Carreras, les atribuye cualidades extraordinarias de poetas. Ya hemos comentado las décimas de Josián, así que ahora pasaremos a comentar los «sonetos» de Quiñones, quien es, según Carreras, «uno de los grandes sonetistas de la contemporaneidad,» quien «pareciera decirnos sonetos, solo sonetos, aderezados al clásico convencionalismo, al estilo de Góngora, Quevedo y Lope de Vega. Por más de treinta años escribe sonetos y de tanto pulirlos, se ha convertido en un artífice de la estrofa de catorce versos: Dudo que en la actualidad el país cuente otro que lo supere armando a lo italohispánico ese muñeco de dos cuartetos y dos tercetos».
¿Qué hay de cierto en todo esto? ¡Nada! Lo que Carreras dice es absurdo. Quiñones está muy lejos de ser uno de los grandes sonetistas de la contemporaneidad. Es más, Quiñones no es sonetista.
El soneto, como bien se sabe, es un poema de 14 versos, dividido en dos cuartetos (o serventesios) y dos tercetos. Tiene una introducción, un desarrollo, y una conclusión. En el primer cuarteto introduce el tema, y en el segundo lo desarrolla; en el primer terceto se reflexiona sobre el tema, y en el segundo se concluye los versos en cada estrofa deben ser isométricos: tener el mismo número de sílabas; es, además, obligatorio que cada verso tenga un acento rítmico –cuando se opta por el endecasílabo yámbico− en la sexta sílaba; y si se opta por el endecasílabo sáfico, debe tener acentos rítmicos en la cuarta y octava sílabas. Las rimas deben ser consonantes. Toda rima interna, a menos que se haga con objetivo estético específico, hace al verso impuro. Es importante evitar los antiritmos, todo tipo de asonancia, las cacofonías, las rimas forzadas, los ripios. Y, en cuanto al fondo, hay que saber elegir el tema, pues, no todos dan para soneto.
¿Cumplen los sonetos de Quiñones con estos requisitos? ¡Jamás! Veamos:
«Lo nuestro fue el debut de una aventura 1
un roce de sol azotada por el viento, 2
fue una música, yo diría de un convento 3
una estrella Fugaz deslizada en noche oscura. 4
»Lo nuestro fue la alegría de la amargura, 5
la sensación de vivir quizás el momento, 6
fue arder con una llama a fuego lento 7
y algo cuerdo que a la postre fue locura. 8
»Fue quizás un mural muy mal pintado, 9
o un paisaje por el viento despeinado 10
y una luz que proyectada no dio sombra. 11
»Fue la necesidad de inconsultos pormenores, 12
fue un rosal donde no existían flores. 13
Y una pena cuando mi alma a ti te nombra.» 14
Los versos uno y siete son los únicos correctos: tienen sus once sílabas, ni más ni menos, y tienen sus acentos rítmicos en secta y décima sílabas. Pero en los demás el poeta nunca acierta. Por ejemplo: los versos 2, 3, 5 y 6 exceden con creces las once sílabas, llegando a tener trece sílabas. Los versos 4 y 12 llegan a las catorce sílabas, pero sin que el verso sea alejandrino, ya que le falta el ritmo, no hace cesura en la mitad del verso para dividirlo en dos hemistiquios de siete sílabas (7+7=14). Los versos 8, 10, 11 y 14 tienen doce sílabas. En el verso 9 ocurre algo extraño: la palabra en que recae el acento rítmico central es aguda, seguida por un monosílabo. Esto –como bien apuntó José Ángel Buesa en su Manual de versificación− hace que el verso sea endecasílabo y/o dodecasílabo. Ej.: «Fue- qui-zás- un-mu-ral- muy- mal- pin-ta-do» (once sílabas) «Fue- qui-zás- un-mu-ral / muy- mal- pin-ta-do. (Doce sílabas). Y, aunque el verso sea contado como un endecasílabo, las rimas internas «quizás», «mural» y «mal», apenas separadas por una sílaba cada una, hace de él un verso cacofónico bastante malo. El verso 13 que dice: «fueun- ro-sal- don-de- noe-xis-tí-an- flo-res», tiene sus once sílabas métricas, pero carece de ritmo: les faltan los acentos en sexta –para ser endecasílabo yámbico–; y el antiritmo en la tercera sílaba le impide ser un sáfico puro pleno (esto es: con acentos rítmicos en cuarta, octava y décima sílabas). La palabra «rosal», además, asonanta con «quizás», «mural» y «mal», del verso nueve.
Elegí este soneto, porque de los cuatro incluidos en la antología es el único que tiene dos versos (¡solo dos!) métricamente correctos; todos los demás están fuera de ritmo: poemas en que se mezclan versos de arte menor y versos de arte mayor: octosílabos, eneasílabos, decasílabos, de once sílabas (porque no se le puede llamar endecasílabo al verso de once sílabas que no tiene los acentos rítmicos. Sin ritmo no hay endecasílabo), dodecasílabos, tridecasílabo, tetradecasílabos, pentadecasílabos, y hasta hexadecasílabos.
Es cierto que los modernistas Rubén Darío y Antonio Machado escribieron sonetos polimétricos, donde emplearon versos de arte menor y de arte mayor, pero lo hicieron de manera intencional, siempre cuidando la musi-calidad y la pureza del verso. Ellos, que ya habían demostrado ser verdaderos peritos, rompieron las reglas y crearon nuevas formas. Pero Quiñones falla en el intento, demuestra que no sabe nada de métrica, y, como dijo T. S. Eliot, «siempre me ha parecido poco aconsejable violar las reglas antes de aprender a observarlas».
Quiñones intentó escribir sonetos, pero le faltó el ritmo, y puede haber soneto sin rima (el soneto blanco, por ejemplo), pero jamás sin ritmo. El ritmo es el alma de la poesía, y más estrictamente del soneto. El verso puede prescindir de cualquier otro factor, pero jamás del ritmo. Los sonetos de Quiñones no llegan a sonetos.
Carreras dice que el poeta «por más de treinta años escribe sonetos y de tanto pulirlos, se ha convertido en “un artífice de la estrofa de catorce versos”». Pero los poemas hablan por sí mismos, y ellos nos dicen que no están nada pulidos, y que su creador no es ningún artífice.
¿Y es cierto que los sonetos de Quiñones están escritos «al estilo de Góngora, Quevedo y Lope de Vega?» ¡Triple blasfemia!
Antonio Quilis dice –y en esta materia no se le puede contradecir− que todos los poetas del barroco cultivaron el soneto con maestría sin igual, pero que estos tres [Góngora, Lope, y Quevedo] fueron los máximos sonetistas de la época. Esto es verdad, y no hay que ser gran metrista para comprobarlo. Estos poetas fueron [y son] incomparables.
De Góngora, en particular, dice la erudita Biruté Ciplijauskaité, en el prólogo a su edición de los sonetos completos del cordobés, que «es reconocido universalmente como uno de los más grandes artífices de la poesía, por la maestría y la perfección condensada en sus sonetos.» Y, en ese orden, el gran maestro dominicano, Pedro Henríquez Ureña, escribió que Góngora «es uno de los artistas que desde la adolescencia se hacen maestros de un oficio, uno de los ejemplos sumos de devoción a la inquisición de la forma, exquisito en la delicadeza, brillantísimo, en fin, −continúa PHU− lo que le da eminencia de excepción es, junto a esas calidades de poeta, su persecución infatigable de la expresión nunca usada, el prodigio, renovado siempre, de sus hallazgos». Góngora usó la estructura ABBA−ABBA (cuartetos) para las primeras dos estrofas, y CDC – DCD, CDE – CDE, CDE – DCE para los tercetos. También Quevedo y Lope de Vega usaron esas disposiciones. Pero la estructura utilizada por Quiñones es: ABBA−ABBA para las primeras dos estrofas, y CCD – EED, para los tercetos, es decir, la estructura del sonnet marotique, de Clément Marot, primer sonetista de Francia.
Dicho lo anterior, no entiendo, señores, en qué basa Carreras sus afirmaciones. ¿Será que cree que todos los lectores son imbéciles? Decir que los sonetos, (que, como creo haber dicho ya, no llegan a sonetos) de Ricardo González Quiñones «están escritos “al estilo de Góngora, Quevedo y Lope de Vega”, es una desfachatez; quienquiera que lea poesía clásica puede contactar que en los poemas de estos tres poetas del barroco es difícil encontrar errores, mientras que en los poemas de Quiñones es difícil encontrar aciertos.
Carreras duda, además, de «que en la actualidad el país [República Dominicana] cuente otro que lo supere [a Quiñones] armando a lo italohispánico ese muñeco de dos cuartetos y dos tercetos», pero, sinceramente, si este es el mejor sonetista que tiene el país, entonces no hay sonetistas en República Dominicana.
El soneto, no es un «muñeco de dos cuartetos y dos tercetos», como afirma Pedro Carreras Aguilera. El soneto es, como dice Fernando de Herrera: «La más hermosa composición, y de mayor artificio y gracia de cuantas tiene la poesía italiana y española. Y en ningún otro género se requiere más pureza y cuidado de lengua, más templanza y decoro, donde es grande culpa cualquier error pequeño».
Miguel Contreras
Sobre el Primer Concurso Nacional de Sonetos Fabio Fiallo (II)
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«El soneto es la más hermosa composición, y de mayor artificio y gracia de cuantas tiene la poesía italiana y española. Y en ningún otro género se requiere más pureza y cuidado de lengua, más templanza y decoro, donde es grande culpa cualquier error pequeño».
−Fernando de Herrera
Como ya he indicado en el artículo anterior, este libro se divide en tres apartados: uno: «Sonetos premiados por el jurado», dos: «Otros sonetos perfectos», y tres: «Sonetos imperfectos». Cuando dicen «otros sonetos perfectos» en el segundo apartado, dejan claro que consideran perfectos a los del primer apartado. Veamos qué tan perfectos son.
Sobre el Primer Concurso Nacional de Sonetos Fabio Fiallo (I)
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Ha tiempo tengo en mi biblioteca, sin saber cómo llegó ahí, un sonetario. No es un sonetario cualquiera; en él se reúnen «los sonetos que fueron ponderados y algunos premiados en el Primer Concurso de sonetos “Fabio Fiallo”, celebrado dentro del marco de la II Feria Internacional del Libro Santo domingo-99».
Un poema de Eddy Ulerio
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Eddy Ulerio es un escritor dominicano, filósofo de profesión, residente en el Estado de Pennsylvania (EEUU). Es director del periódico Latino News de circulación mensual en la ciudad de Hazleton. Es autor de los libros «La inmigración hispana en Hazleton», «Travesías. Estaciones del alma», y «Cuadernos poéticos». Como sucede en todos los escritores de la diáspora, una nostalgia lacerante es evidente en la mayoría de sus creaciones.
El verso alejandrino
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Hablar del verso alejandrino es algo que ya había prometido a los miembros de «Introducción a la métrica». [1] Las muchas ocupaciones desviaron mi atención, pero no ha mucho tiempo mi amigo, el doctor Ricardo Bogaert, me lo recordó.
Sobre poetas, poetisos, poetastros, poetillos y potrillos
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Repetiré por quincuagésima vez que no soy un hombre culto, que disto mucho de ello, lo he dicho hasta la saciedad, incluso, en la televisión. Disfruto aprender, asimilar cuanto esté a mi alcance. No soy un hombre culto, por desobediencia o descuido, nunca llegaré a serlo dado mi avanzada edad, pero tengo un ideal propio de estilización, elaborado cuidadosamente que encarna imágenes inéditas.
«Soy Raftery»: Un poema del último poeta errante
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Los buenos poemas son como las malas mujeres: inolvidables. Lo primero que leí de Antoine Raftery, poeta irlandés nacido en 1784, fue “Soy Raftery” (traducción de Mariano Manent), y ya nunca lo pude olvidar. Su música me acompañó siempre, fue creciendo conmigo, se grabó en mi alma, y no hubo un momento en que no hiciera eco en mí. El poema se encontraba en el tomo VIII de la vieja y exquisita enciclopedia “El nuevo tesoro de la juventud”.
Cada cabeza es un mundo
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Cuenta Abelardo que en una ocasión platicaba con su abuelo materno en la galería de su casa. Allí estaban también su tía Patricia y su nietecita Edilia, en cuyos revoltosos cabellos Patricia hurgaba para extraer de ellos liendres y uno que otro vicho volador.
En la conversación entre los dos hombres surgió de forma espontánea el tema de los distintos tipos de comida que a cada uno de ellos le gustaba. El abuelo decía que daba lo que fuera por un planto de sancocho si el día era frío y lluvioso, sobre todo cuando estaba de vago en casa. Abelardo opinaba que lo del sancocho estaba también, pero que lo más apetecido por él en tales circunstancias era la sopa de bacalao con papas.
La tía Patricia planchaba orejas y, como no le gustaba la sopa, decidió emitir su opinión:
—Pues para mí —dijo en tono despectivo— tanto el sancocho como la sopa no son otra cosa sino pura comida para cerdos.
No quiso Edilia quedarse fuera de la conversa y para decir algo saltó con la suya, sin reparar en el hecho de que la chercha iba entre adultos:
—Pues yo, con cualquiera de ellos, sería la más feliz de las cerditas –comentó.
Así que ya eran tres contra una y Patricia sintió de pronto la incomodidad derivada de tal desventaja, por lo que procuró de manera automática restarle un punto acudiendo a su autoridad sobre la niña:
—Edilia Cállese, que a usted nadie la ha invitado a la sopa.
Pero el abuelo, comprendiendo el propósito envuelto en el boche, exclamó:
—Déjela que hable, Patricia, que ella también come, ¿o no?
Y Abelardo, procurando agregar fuerza a la posición del abuelo, dijo:
—Sí, tía Patricia, déjela que opine. Recuerde que cada cabeza es un mundo.
Patricia, sintiéndose neutralizada para emitir opiniones que refutaran aquellos sencillos y contundentes argumentos disparó por su boca lo que para Edilia resultó ser el más humillante de los dichos:
—Es verdad, cada cabeza es un mundo, sobre todo para los piojos.
Y la pobre Edilia se echó a llorar.
Pío Antonio Cerda
Uno de los de mamá
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Entre los cuentos que nos solía contar mamá cuando tenía tiempo libre y la compañía del buen humor hay uno que recuerdo con lujo de detalles; es el que a continuación les cuento.
El pretérito imperfecto de cortesía
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[Dedicado a Joanna Quiles]
¿Sabes qué es el pretérito imperfecto de cortesía? Lo de pretérito, porque se trata de lo acaecido, lo sucedido, lo remoto, lo pasado; y lo de imperfecto, porque indica una acción pasada que sucede aún, o, dicho de otra manera, los límites permanecen irrelevantes. Sabemos eso, pero, ¿de cortesía? ¿Qué cosa es eso?
Quería hablar de esto (digo “quería”, para usar el pretérito imperfecto de cortesía), porque llevo mucho tiempo escuchando decir que no se debe usar, cuando en realidad sí se puede, y hasta resulta recomendable.
El pretérito imperfecto se usa para distanciar al verbo y, por lo tanto, su impacto u acción; esto, desde luego, para dirigirse de forma amable al recetor; su uso es muy frecuente en la lengua hablada, y hasta ahora, que yo sepa, ningún gramático o filólogo lo ha desaconsejado. Se dice, y con justa razón, que es una forma de suavizar la expresión, porque alejamos nuestros deseos hacia el pasado.
Suele suceder que le decimos a alguien algo así como «quería verte», o «te quería decir…», y nos responden, en tono de corrección, algo así como «¿querías?, ¿ya no quieres?», «¿ya no quieres verme?, ¿ya no me quieres decir?» Entonces, nosotros, como la corrección parece lógica a primera vista, de inmediato corregimos la expresión, convencidos de que estábamos mal. ¡Tontería!
He dicho «parece lógica» porque, analizándolo bien, no lo es; de hecho, es absurda. Supongamos que usted se presenta ante mí y me dice: «te quiero ver», o «te quiero decir»; yo le respondería, con justa razón: «¿acaso no me está viendo?», «¿acaso no me está diciendo?». A menos que se especifique (quiero verte en el cine hoy, quiero verte en privado, Etc.), sería completamente innecesario, redundante, usar el presente.
Así que ya saben, hermanos humanos, que alguien diga: «te quería hacer una pregunta», no significa para nada que ya no quiera hacerla, solo está alejando la acción del sujeto, usando el pretérito imperfecto de cortesía. ¿O es que ya olvidamos lo cortés? No está mal decir expresiones como «quería que me ayudaras con esto», «venía a contarle», «quería decirles», «te quería ver». Etc.
Y si se están preguntando qué opina la RAE de todo esto, no se preocupen, lo que digo está aprobado. ¡Salve!
Miguel Contreras
Originalidad
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«Nihil novum sub sole», dijo Salomón. «Nihil novum sub sole»: nada hay nuevo debajo del sol. Y muchos siglos después el gran dramaturgo alemán, Johann Goethe, dijo (cito de memoria) que debemos ser cuando menos tontos para creer que podemos pensar algo que otro no haya pensado antes. Y José Martí nos dijo que «todo está dicho, pero las cosas siempre que son sinceras son nuevas». ¡Menos mal! Rubén Darío refuerza el planteamiento de Martí, cuando dice que «ser sincero es ser potente;/ de desnuda que está, brilla la estrella».
Las posturas Salomón-Goethe y Martí-Darío parecen opuestas, pero si soslayamos los extremos, veremos que no existe tal contradicción. No debemos usar el nihil novum como excusa para dormirnos en los lugares comunes que solo revelan falta de rigor, pero tampoco debemos enfrascarnos en una búsqueda inútil de la absoluta originalidad, de tal modo que sacrifiquemos la belleza, la sencillez, la pureza y la claridad. Pues, harto sabido es que hay escritores muy originales, pero solo porque escriben cosas tan reverendas estupideces que ni a un simio se les ocurrirían.
Sin caer en lo absurdo, debemos aspirar, por lo menos, a no parecernos a nadie. Esto se logra −y disculpad la obviedad− procurando ser uno mismo, lo cual no debería ser un problema, dado que, como dijo Kempis, «somos lo que somos», es decir, seres únicos, con cualidades y caracteres que nos diferencian de todos los demás.
Se es original inconscientemente, pues uno es lo que es sin proponérselo. Dicho esto, se hacen oportunas las siguientes palabras de Oscar Wilde: «Sé tú mismo. Los demás puestos están ocupados». Esto me parece el meollo del asunto. Solo puedes ser original siendo tú mismo, pues si sales de tu papel, inevitablemente pasarás a hacer el de otro, reduciéndote a ser un simple imitador. Los espíritus elevados prefieren ser la peor versión de sí mismos antes que la mejor versión de otro.
Yo creo que ser original es más fácil que no serlo, por la misma razón que es más fácil ser uno mismo que ser otro. Pero el hombre postmoderno actúa como si no le interesara encontrarse, ser él mismo. Siempre hay alguien al que queremos parecernos, y casi nunca nos detenemos a pensar: «he aquí la persona que quiero ser: yo». Por eso creo que la falta de originalidad tiene que ver directamente con la falta de la identidad. Pero dejémosle eso a la psicología.
Para continuar con el tema, veamos estos versos de Ricardo Pérez Alfonseca:
−¿Cómo hacer para ser original, cual lo eres?
−Ser como eres, y solamente como eres.
Natural en los hombres es el ser diferentes,
(las hojas de un mismo árbol son todas diferentes)
y la contranatura es querer ser iguales:
tan solo en apariencia son los obres iguales.
Y eso es la diferencia: originalidad:
¿por qué negar, entonces, la originalidad?
No imites: no eres simio; origina: eres hombre;
el poeta no es nunca el hombre, sino un hombre.
Tremendo. No ser original es antinatural, pues el hombre es original por naturaleza. La imitación es propia de la mediocridad que nos contagian los otros. Por algo decía Sartre que el infierno es el otro. La originalidad es la cualidad esencial del buen estilo. Pero, ¿cómo se logra la originalidad? Respondo: escribiendo con palabras propias y naturales, sin cliché; evitando el estilo mecánico formado a base de parchos del diccionario; escribiendo de manera personal, sincera, de acuerdo al propio temperamento y carácter.
En fin, ¿de qué originalidad hablo? De ser uno mismo. Plasmar nuestra idea de la manera más personal posible. Es la única originalidad que conozco. Nihil novum sub sole, por eso la originalidad no surge del fondo, sino de la forma. Ese es el gran desafío al que se enfrenta todo escritor: decir de forma nueva lo que ya otros han dicho. Nos vemos en una próxima entrega.
Miguel Contreras
22/4/2021