Hoy compré un libro. Mil pesos. No se trata de un autor famoso ni de un clásico inmortal. Sin embargo, el libro me interesó y lo compré. Así de simple. Nadie me obligó ni me engañó: pagué porque quise y porque valoré su contenido. Ese es el verdadero pacto entre la literatura y el lector. Y, sin embargo, algunos miembros de la Comunidad de Lectores Dominicanos (ya verán la paradoja) se quejaron de que mi libro Cien sonetos costara mil pesos. Lo llaman «abuso».
Lo que en verdad es un abuso —y una grosera ignorancia— es pretender dictar cuánto debe costar el trabajo ajeno. El precio de un libro no se fija por capricho, sino por una suma de factores culturales, editoriales y económicos, que al parecer los criticones ignoran.
Muchos creen que un libro a mil pesos es caro porque, en el fondo, piensan que lo que ellos escriben (si es que saben escribir literatura) carece de valor. Probablemente tengan razón. Pero que ellos no valoren lo propio no significa que todos debamos reducir la literatura a ese estándar miserable. Por el bien del arte, no todos pensamos como ellos.
Suelen decir que los libros de los premios Nobel se consiguen por doscientos o trescientos pesos. Pero en esa afirmación caben al menos tres falacias: la falsa equivalencia (comparar realidades incomparables), la generalización apresurada (creer que todos los Nobel se venden siempre baratos) y el ad ignorantiam (pretender que, porque no se conoce la lógica editorial, no existe).
¿Por qué un Nobel puede encontrarse tan barato? Porque la obra ya está en dominio público; porque se editan tiradas masivas de miles o millones de ejemplares; porque existen subvenciones estatales o universitarias que abaratan los costos; porque se producen ediciones de bolsillo con materiales mínimos; o porque se liquidan stocks sobrantes. Solo un ignorante podría exigir que un libro de cien ejemplares impresos en una edición independiente compita en precio con un título reproducido por miles o millones.
Ya sabemos que la ignorancia es atrevida. Pero esa ignorancia tiene un trasfondo cultural. Hemos relegado la poesía a la última fila, la hemos desvalorizado. Nadie protesta por pagar un café de franquicia, un trago de ron o un concierto mediocre. Pero cuando un poeta asigna valor a su trabajo, brotan los críticos mezquinos: incapaces de escribir un verso digno, convencidos de que la literatura debe regalarse.
Lo explicó Bourdieu en Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario: «El campo literario obedece a una lógica distinta a la de la producción material: el valor de una obra no reside únicamente en el objeto físico, sino en el capital simbólico que porta». Quien compara un Nobel de bolsillo con un libro independiente ignora esa diferencia fundamental entre precio material y valor cultural subjetivo.
Lo advirtió también Walter Benjamín, si no recuerdo mal, en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica: «Lo que se multiplica hasta el infinito pierde su aura». Precisamente por eso, una tirada independiente de pocos ejemplares no puede compararse con la banalización masiva de los catálogos industriales. Aunque esto tampoco es una ley.
Leopoldo Lugones lo dijo con claridad en el prólogo de su Lunario sentimental:
«Quien se costea una elegante sala, o un abono en la ópera, o un hermoso sepulcro, o una bella mansión, paga el mismo tributo a las bellas artes que cuando adquiere un libro de versos. Se llama lujo, la posesión comprada de las obras producidas por las bellas artes. No hay más diferencia que la baratura del libro respecto al salón o al palco; pero la gente práctica no ignora ya que hacer cuestión de precio en las bellas artes es una grosería, así como les rinde el culto de su lujo en arquitectura, pintura, escultura y música. ¿Por qué había de ser la Poesía la Cenicienta entre ellas, cuando en su poder se halla, precisamente, el escarpín de cristal?».
Y, bueno, me llamaron «autor infame». Y tienen razón: no tengo fama; pero tampoco tengo la mezquindad de opinar sin fundamento. Y prefiero ser un autor «infame» a un lector incapaz de reconocer el valor del trabajo creativo y que, además, no puede escribir dos líneas sin incurrir en innumerables falacias.
A esos genios cuyas neuronas apenas les alcanzan para criticar sin fundamento, les lanzo un reto: escriban un libro de cien sonetos bien hechos, al menos técnicamente, y yo con mucho gusto pagaré lo que sea. La literatura no necesita lectores miserables que confunden cultura con baratillo.
Y, continuando con los criticones, uno de ellos, Luis Miguel Brito, hasta llegó a decir:
«…dígale a Miguel Contreras que cuando él esté muerto (por el bien del país, esperemos que sea pronto) y tenga la fama de Dostoyevski, Stendhal, Whitman, Pedro Henríquez Ureña o Goethe, y yo vea un libro de él en una librería de segunda mano y me pidan 200 pesos por su texto, le voy a ofrecer 50 al vendedor, y eso por ayudarlo a él (el vendedor). Que se deje de esa maña de querer hacerle creer a los lectores que él es un gran escritor de esta generación. Eso le tocará juzgarlo a la generación siguiente». Falacias. Falacias. Odio irracional.
Respondí de esta manera: «La verdad es que nunca me he creído un gran escritor. De hecho, en el prólogo mismo de mi libro me hago una autocrítica y sostengo que es trabajo de la posteridad determinar la valía de un escritor». No debí responder. No valía la pena.
No puedo evitar imaginarme a Luis Miguel Brito, asistiendo puntualmente a cada presentación, solo para levantar la mano y lanzar siempre la misma pregunta: «¿Por qué, si un Premio Nobel cuesta 300 pesos, el poeta del barrio quiere vender su libro a mil?».
¡Cómo me encantaría estar allí para responderle! Porque creo que no busca respuesta, que ya está convencido de su error. Pero hace la pregunta para ver si encuentra adeptos (y siempre aparecen incautos) que, como él, buscan negar la diferencia entre lo que circula por millones y lo que se imprime con el pulso íntimo de un autor independiente.
¿Quién soy? Pregunta honda es esa, pero me limitaré a decir esto: es cierto, no soy Miguel de Cervantes, soy Miguel Contreras, pero vosotros, ¿quiénes sois? El precio lo pone el autor y el lector decide si puede o no comprar. Dejen de azarar.
