Cuenta Abelardo que en una ocasión platicaba con su abuelo materno en la galería de su casa. Allí estaban también su tía Patricia y su nietecita Edilia, en cuyos revoltosos cabellos Patricia hurgaba para extraer de ellos liendres y uno que otro vicho volador.
En la conversación entre los dos hombres surgió de forma espontánea el tema de los distintos tipos de comida que a cada uno de ellos le gustaba. El abuelo decía que daba lo que fuera por un planto de sancocho si el día era frío y lluvioso, sobre todo cuando estaba de vago en casa. Abelardo opinaba que lo del sancocho estaba también, pero que lo más apetecido por él en tales circunstancias era la sopa de bacalao con papas.
La tía Patricia planchaba orejas y, como no le gustaba la sopa, decidió emitir su opinión:
—Pues para mí —dijo en tono despectivo— tanto el sancocho como la sopa no son otra cosa sino pura comida para cerdos.
No quiso Edilia quedarse fuera de la conversa y para decir algo saltó con la suya, sin reparar en el hecho de que la chercha iba entre adultos:
—Pues yo, con cualquiera de ellos, sería la más feliz de las cerditas –comentó.
Así que ya eran tres contra una y Patricia sintió de pronto la incomodidad derivada de tal desventaja, por lo que procuró de manera automática restarle un punto acudiendo a su autoridad sobre la niña:
—Edilia Cállese, que a usted nadie la ha invitado a la sopa.
Pero el abuelo, comprendiendo el propósito envuelto en el boche, exclamó:
—Déjela que hable, Patricia, que ella también come, ¿o no?
Y Abelardo, procurando agregar fuerza a la posición del abuelo, dijo:
—Sí, tía Patricia, déjela que opine. Recuerde que cada cabeza es un mundo.
Patricia, sintiéndose neutralizada para emitir opiniones que refutaran aquellos sencillos y contundentes argumentos disparó por su boca lo que para Edilia resultó ser el más humillante de los dichos:
—Es verdad, cada cabeza es un mundo, sobre todo para los piojos.
Y la pobre Edilia se echó a llorar.
Pío Antonio Cerda