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La crítica literaria frente a la adulación

 (A José Carvajal, por ser un buen crítico)

Vivimos en una sociedad que desprecia la crítica y exalta la adulación. Se idolatra a los aduladores y se crucifica a los críticos, y como nadie quiere ser crucificado, pocos se atreven a ejercer la crítica. En consecuencia, la mayoría prefiere adular.

En el ámbito literario, esta realidad es aún más evidente. Los escritores, al enfrentarse a una crítica sobre su obra, convierten al crítico en enemigo, y en algunos casos, los escritores hasta amenazan con llevar a los críticos ante los tribunales. ¡Qué barbaridad! Esta tendencia parece formar parte de nuestra idiosincrasia.

El Dr. Francisco Moscoso Puello, en la número 5 de sus famosas Cartas a Evelina, ya advertía: «¿Quiere usted que le hable un poco de la literatura nacional? Antes de que haga la observación, le declaro que no me ocuparé de ningún literato que viva; estos juicios son peligrosos en esta tierra en donde los poetas llevan consigo revólveres, y donde todos, con excepción de su servidor y de algunos de sus amigos, casi comemos gente».

La afirmación de Moscoso Puello podría parecer humorística si no fuese tan dolorosamente cierta. Ese es nuestro mal: el desprecio por la crítica. Los escritores que la temen, en el fondo, sospechan que sus obras carecen de mérito. Si confiaran en la calidad de sus creaciones, no les afectaría la crítica. Las obras valiosas resisten las tormentas críticas, pero quienes producen textos sin sustancia se sienten vulnerables.

Cuando alguien condena los escritos de estos escribidores, se enfurecen; cuando alguien los adulula, se muestran complacidos. Los más honestos, a veces admiten que los elogios son inmerecidos; otros, menos sinceros y más ignorantes, creen que los halagos confirman la calidad de sus obras, cuando lo cierto es que, si una obra es mala, por más que un millón de imbéciles vociferen al unísono que es genial, igual seguirá siendo mala.

Algunos defienden la idea de que el elogio incentiva el talento. Sin embargo, esta afirmación es cuestionable. El exceso de aprobación puede inhibir la creatividad. La crítica, por el contrario, actúa como una prueba de fuego. Una obra debe enfrentar todo tipo de objeciones; si, después de ser sometida a rigurosos cuestionamientos, sobrevive, entonces podría ser que tenga algo de valor.

Lamentablemente, en nuestro país se utiliza la excusa de «incentivar el talento» para perpetuar la mediocridad. ¿Qué hace un intelectual como Bruno Rosario Candelier elogiando disparates como Setenta sonetos al hijo del hombre, que carecen de cualquier mérito literario? Nuestra literatura ha perdido su Carta de navegación.

La adulación no siempre proviene de la ignorancia; muchas veces, el adulador reconoce la pobreza de una obra, pero halaga al autor para obtener algún tipo de favor. Esta situación remite a una fábula de Tomás de Iriarte, en la que un oso pide la opinión de una mona experta sobre su baile. La mona lo critica duramente, pero el oso se niega a aceptar su juicio. En cambio, un cerdo —metáfora de los aduladores— lo halaga, provocando la reflexión del oso: «Cuando me desaprobaba la mona, llegué a dudar; mas ya que el cerdo me alaba, muy mal debo de bailar». La moraleja es clara: «Guarde para su regalo esta sentencia el autor: si el sabio no aprueba, ¡malo!; si el necio aplaude, ¡peor!». Y el Ilustrado termina su fábula con esta nota a modo de posdata:  «Nunca una obra se acredita tanto de mala, como cuando la aplauden los necios».

En nuestro entorno, los escritores se destruyen entre sí con puras adulaciones. Lectores y escritores han perdido el sentido crítico, ignorando el bien que la crítica le hace al arte. No trascienden porque no mejoran. No mejoran porque creen que no tienen nada que mejorar, gracias a que sus amigos les han vendido la idea de que son genios. Algunos incluso compran elogios, mientras demonizan a los críticos. De esta manera, nuestra literatura no puede avanzar. Por eso, cuando me preguntaron en una entrevista que, dicho sea de paso, nunca fue publicada: «¿Cómo ves el futuro de la literatura dominicana?». Respondí: «¿Qué futuro? Yo no veo ningún futuro». Y luego concluí: «El futuro de la literatura dominicana está n el pasado… En Salomé, en Penson, en Pedro, en Mieses Burgos…».  

Afortunadamente, hoy contamos con figuras como José Carvajal, Diógenes Céspedes y hasta hace poco Federico H. Grateraux, quienes han resistido la tentación de adular. Sin ellos, sería difícil hablar de crítica literaria en la República Dominicana. Lo que abunda, en cambio, es una legión de aduladores, espíritus mediocres que buscan favores a través del servilismo.

La adulación, señala Ingenieros, es una injusticia. Engaña. Es despreciable siempre el adulón, aun cuando lo hace por una especie de benevolencia vulgar o por el deseo de agradar a cualquier precio. Racine, en Fedra, lo creyó un castigo divino:

«Détéstables flatteurs, présent le plus funeste 
que puisse faire aux rois la colère céleste».*

Los vanidosos se dejan seducir por aduladores que alimentan su ego. Pierden así toda capacidad para juzgar sus actos y los de los demás. Como advierte Ingenieros, la adulación de los serviles lleva a cometer ignominias. En palabras de La Bruyère, citadas por Ingenieros: «El hombre excelente no puede adular».

Además, el que ama la adulación ignora que, como Plutarco muestra en un breve libro dirigido a su amigo Antíoco Filópapo,  la auténtica amistad busca el crecimiento del intelecto y las virtudes morales, y no teme el enojo de quien, siendo igualmente un amigo inteligente, habrá de comprender y procesar en algún momento que nuestro disentimiento es genuinamente motivado.

Estos principios deberían guiar el quehacer literario, no solo de Rep. Dom., sino del mundo. La crítica, lejos de ser algo malo, es un acto de respeto por el arte. Si aspiramos a desarrollar una literatura sólida, pura y trascendente, debemos abandonar la adulación y abrazar la crítica como una herramienta indispensable para el desarrollo. Nicanor Parra escribió que «el poeta está ahí, para que el árbol no crezca torcido», sin embargo, a mí me gustaría sustituir aquí la palabra poeta por «crítico», y árbol por «escritor». Sí, el crítico está ahí para que el escritor no crezca…
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*Detestables aduladores, presente el más funesto
que pueda hacer a los reyes la cólera celeste.