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Sobre La redondez de lo posible

Cuatro años después de haber leído yo el libro, seguía pensando en él. No hubo un momento en que sus versos no hicieran eco en mí. La vida misma se encargó, vigorosa, de recordármelo siempre. Desde entonces creo que la lectura de un libro no está completa sino hasta que se escribe sobre él. Y pienso, además, que todo libro reclama unas líneas, merézcala o no. La redondez de lo posible no es la excepción.

Al autor de esta obra, José Enrique Delmonte, lo conocí en 2018, y desde entonces, excepto por una vez que me escribió para solicitarme un poema al que deseaba ponerle su voz, jamás he hablado con él. Nunca más, como diría el luciferino cuervo de Poe, me habló de su libro, lo cual habla muy bien de él, de su ética y educación, de su humildad y modestia, pues algunos escritores tienen la horrible y desdeñable costumbre de, cuando te regalan o te venden un libro (¡peor aún!), torturarte con la insistencia de que escribas sobre él, como si su obra fuese una gran cosa.

El escritor no existe más allá de su obra, y la obra no existe más allá de sí misma.  Algo que a los crípticos (la “p” es a propósito) de hoy les cuesta comprender, pues siempre se las arreglan para condicionar el comentario de la obra al status del autor, reduciéndolo todo a esta simple y vulgar fórmula: si el autor es amigo de quien escribe, la obra es buena, aunque sea un disparate; si el autor no es amigo de quien escribe, entonces la obra es mala, aunque sea una genialidad. Y así van por la vida: elogiando la mediocridad de sus allegados y condenando las genialidades de los otros.  Para esa especie de lamebosta (la “s” también es a propósito) es un hecho que no existe la objetividad, y sin embargo creen que sus adulaciones son verdaderas. El adulador no razona, porque si razonara no sería adulador.

Pero no importa. Olvidemos. Ahora solo quiero hablar de un libro. Un libro diferente. Un libro de valor y calidad irrefutables: La redondez de lo posible. Un libro que en 2017 obtuvo en España el XV premio internacional de poesía León Felipe, siendo la primera y, hasta el momento, la única obra de un dominicano en obtenerlo. ¡Y vaya que si lo merecía!  Pero eso no es lo que lo hace extraordinario, pues el rigor crítico ha menguado tanto que ya no se sabe si una obra es premiada porque es considerada buena, o es considerada buena porque fue premiada. Premio no es sinónimo de calidad. Y ya que un galardón no es evidencia de que una obra es buena, le toca a la obra misma presentarse.

Veinticuatro poemas componen este poemario cuyo exótico lirismo nos invade desde el título.  “La redondez de lo posible”, dice, y uno piensa en el Gran Todo Inteligible. Porque, empezando por la existencia, todo es redondo, la historia lo demuestra.  El tiempo no es lineal, sino circular (t = 0). El universo tiene tendencias circulares.  Todo es círculo diverso. El poeta nos lleva a conocer la realidad latente que nos condiciona, realidad que muchas veces solo es captada por el subconsciente.  Nos repetimos. Un hombre es todos los hombres, y todos los hombres, uno.    Veamos este poema:

Me copio

y estoy atento de mí mismo

la costumbre de entenderme doble

escudriñando al otro

en lo que me pertenece

somos dos en la misma

vibración de las cosas

me deberá caer

esa gota en mi cara

porque así está escrito

una gota es ahora

una copia de sí misma

toca la cara del que está a mi lado

entonces un millar de voladoras

se alborota

perdido en la noción de su ámbito

cuando sabe la duplicidad del tiempo.

Me copio

y de inmediato aparecen los celos

nada de mí debe repartirse tanto

mucho más si comparto ahora la carne

si todo cuanto ansío

multiplica y enardece

la quietud de la soledad

que ahora evoco.

Me copio

en la timidez o en el arrojo

en tantas mentiras que me calman

la agonía

en esas hazañas alimentadas

con mi lengua

leyendas repetidas con orgullo

como únicas

dueño del quizás que

se me antoja inmenso.

Me copio

y lo comparto todo

–y digo todo–

la ambivalencia de saberme otro

en la raíz de las cosas únicas.

(En la raíz de las cosas únicas, Pág. 49).

 

¡Qué agobio! ¡Qué golpe de nostalgia en la misma boca del alma! Uno se siente herido de existencia, de redondez, de círculo; uno se siente círculo. Cada verso es un rayo que nos desintegra. Sin la más mínima pretensión, el poeta logra la expresión concisa, pura y sencilla, tomando así la potencia sideral de que habla Darío en su pórtico a Canto de vida y esperanza. No hallaremos en estos poemas la adjetivación hiperbólica que tanto aman los que nada tienen que decir.  Aquí el verso fluye cristalino concentrando todo su valor en el fondo, desdeñando, consciente o no, el estructuralismo que tanto atormenta a ciertos escritores. 

El yo poético que se copia y está atento de sí mismo, es también el otro existencial que se deshace al leer, arrobado por un cosmos de emociones, esta redondez de lo posible, que es también la cuadratura circular de lo imposible. ¡Tenía que ser arquitecto el poeta! Son poemas compactos. Su espontaneidad nos trae un fascinante aroma oriental, aunque matizado con el fuego apolíneo del Trópico.

¡Ay! ¿Cuántas cosas no podrían extraerse de estos poemas? ¿Cuántas cosas no podrían estos poemas extraer de nosotros? Nunca vi mejor retratada la paradoja de la existencia. Nunca más latente esa preocupación ontológica que atormenta y da vida a todo verdadero artista. Nunca tan real ese no-ser que busca ser. Y si preguntan por qué muestro aquí un solo poema, debo decir: no es que los otros sean menos importantes, sino que fue este el que más hondo caló en mi corazón, el que más tintineaba en mi cabeza, el que me puso una pistola en el alma para que escribiera estas líneas.  Consummātum est.

Miguel Contreras

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