Entre los cuentos que nos solía contar mamá cuando tenía tiempo libre y la compañía del buen humor hay uno que recuerdo con lujo de detalles; es el que a continuación les cuento.
Se trata de un hombre que se enamoró de una joven campesina bien conservada, hermosa y modesta. Pensó el caballero que le vendría bien a sus planes de conquista impresionar a la pretendida alardeando de lo bien que solía alimentarse. Comenzó a visitarla los domingos por la noche y ella, decente como era, lo recibía con gentileza y cortesía. Ya por la cuarta o quinta visita la joven quiso brindar al mozo una porción de su propia cena y puso a su disposición una modesta jarra de avena que él rechazó diciendo:
—Excúsame, querida. Te suplico no pensar que tu brindis es cosa de mi desagrado, pero es que he senado muy rico esta noche; nada menos que pollo criollo asado, bien sazonado y con tostones. Me lo preparé yo mismo.
La joven no tuvo de otra que aceptar el rechazo de su modesto brindis, pero como repitiera en las siguientes dos semanas la propuesta y recibiera del pretendiente similares dichos por respuesta, decidió averiguar la certeza del argumento. Así, días después se arrimó por los alrededores del patio trasero de la vivienda del pretendiente. Hurgó por buen rato entre bolsas y restos del basurero, procurando hallar alguna prueba que sustentara la veracidad del tan aludido banquete. No halló ni siquiera una pluma. Los indicios más frescos de actividad culinaria fueron unas cuantas cáscaras de plátanos que ella recogió y echó en una funda negra que traía consigo.
La siguiente noche el pretendiente arribó a la hora de costumbre e impecablemente vestido. Conversaron amenamente hasta que la joven tuvo hambre y le manifestó sus deseos de compartir con él la cena, que consistía en un sabroso plato de espaguetis. Y, una vez más, el caballero le dijo que se lo agradecía, pero que no tenía hambre porque se había preparado y cenado su sabroso pollo asado. Entonces la joven, resuelta a hacerle saber que conocía ya la infalible verdad, le dijo:
—Me consta. Hoy anduve por el patio de tu casa. Quise saber qué tan cierto es eso de que siempre te cenas un pollo asado los domingos. Mira, tengo conmigo las plumas del que hoy resultó ser tu víctima.
Y tomando la funda en que había guardado las cáscaras de plátanos vertió su contenido sobre el piso.
Pío Antonio Cerda